4.10.06

El amor, el tiempo, la ceguera y la sal

“por que la espera no les haga vernos como estatuas de sal”
LBVG


Se amaban como si los dioses lo hubiesen deseado así. Se deseaban cada día con mayor ahínco y se deshojaban todas las noches para dejarse crecer por las mañanas a la tibia luz del sol. Así se creían felices y vivían con esa idea hasta que llegó la guerra a tierras lejanas y por pactos que sólo los que gobiernan entienden y ordenan, sin importar las vidas de los inocentes, él se vio forzado a ir a pelear al frente.

Esa noche ella lloró como nunca antes lo había hecho. Desconsolada se derrumbó en la penumbra del hombro de su amado tratando de encontrar un resquicio en el cual ella pudiera esconderse y acompañarlo adonde fuera. Él le juró que regresaría. Ella le creyó y más le dolía hacerlo porque le asaltaba una incertidumbre despiadada y demente.

Llegó el día de partida y todo el pueblo fue a la orilla del mar a despedirlo ya que era costumbre del lugar y además eran tan pocos que resentían la salida de uno sólo de ellos. Ella se aferraba del puente de abordaje y le gritaba que lo amaba y que ahí estaría todos los días esperando su regreso para que fuera la primera persona que viera al regresar. Él, a su vez, se volteó mandándole un beso que prometía ser eterno.

- Te mandaré una postal de San Pol, cuídate mi amor.

Así se fue. Pasaron los días y ella cumplió su promesa. Todos los días al alba iba a pararse a la orilla del muelle para ver si a lo lejos divisaba el barco. Ahí comía y permanecía en guardia hasta muy pasado el mediodía, cuando el cielo comienza a teñirse de naranja con amarillo. Al principio las noticias eran semanales, dónde él le contaba de los horrores del frente y de la matanza entre hermanos; sus cartas a veces olían a sangre seca y sudor y ella las guardaba todas debajo del colchón. Poco a poco las cartas comenzaron a ser quincenales y después mensuales. Sin embargo ella no perdía la esperanza y se ponía todos los domingos el mismo vestido de gala para recibirlo con los honores de un amor en agonía.

Un año se fue y el siguiente también, disuelto con las burbujas de sal que quedan en la arena cuando las olas se van. La guerra se encontraba en un punto decisivo y la gente de ambos bandos clamaba por la paz; los campos se encontraban destruidos y los antes florecientes comercios portuarios agonizaban por las restricciones militares que presumían de cuidar el comercio cuando en realidad acaparaban el control de las mercancías. Decían que era por el bien de la nación y que ahora más que nunca los recursos eran necesarios, que si uno amaba su bandera y su patria bien podía sacrificar parte de sus ganancias por un bien general posterior. La gente no tuvo más que aguantar y esperar por el final del conflicto.

Ella comenzó a desesperar. Tenía tiempo de no saber de él, ya no sabía cuánto exactamente porque el tiempo le había dejado de resultar lógico y servicial. El tiempo se ha hecho para contar nuestros pasos por el mundo antes de que nos asalte la muerte en un intento por presumir a nosotros mismos nuestros logros, no para las cosas del amor. El amor tiene su propio tiempo, que es el del corazón.

En realidad lo que la mataba era la incertidumbre de no saber de su existencia, de no poder poner fin a su agonía. De depender de la respuesta del otro y sufrir el más grande de los dolores en el mundo: el que causa la duda en el corazón. Cada día que pasaba el muelle parecía abordarla y el mar dejaba de sonar y oler extraño. La sal le causaba pliegues en la cara como si le hubieran almidonado los labios y las mejillas. Cada día era más difícil que el anterior al momento de llegar la partida, sus pies parecían no responderle y sus ojos se volvían acuosos como el destino de su mirada. La guerra hacía tiempo que había terminado y los soldados que no habían muerto o emparentado en aquellas tierras viejas y lejanas habían vuelto ya a sus casas, para encontrar viejos, nuevos y uno que otro fantasma desaparecido.

Él, por su parte, seguía peleando. El campo en el que se encontraba combatiendo estaba a mitad de camino del principado andorrano y Perpignan. Era un campo yermo, desolado después de la guerra. Los campesinos apenas regresaban a sus tierras y ninguno se había topado todavía con él. Armado con su bayoneta se mantenía golpeando el aire con los ojos entrecerrados distinguiendo apenas una sombra –su sombra– que lo perseguía y no daba cuartel. El tiempo tampoco había pasado para él y le asombraba el no escuchar más gritos a su alrededor. Juraba que todos habían muerto ya y no podía dejar de combatir con éste último enemigo que no lo había dejado en paz y esperaba la menor oportunidad de acabarlo en cuanto bajara las armas. Esa noche abrió los ojos, cansado y se tiró de rodillas al suelo, blandiendo los brazos y gritando por su muerte inmediata. Silencio. El silencio fue atroz. Abrió los ojos por fin, con mucho trabajo, descubriendo que no había nada y que la figura se proyectaba aún más grande por ser la luna quién estaba a sus espaldas. Se quedó atónito unos minutos preguntándose que había sucedido. No podía aceptar que había estado peleando contra su propia sombra por lo que la idea se clausuraba inmediatamente en su cabeza.

Volteó a todos lados y descubrió un campo destrozado, con algunas cruces a lo lejos rodeadas de promontorios. Se paró, tomó su bayoneta y se dirigió al puerto. En el puerto todo mundo se asombraba de verlo, ya que una persona en su estado era visible hasta para el más distraído de los caminantes. Su larga barba, sus uñas descarnadas y largas, su piel tostada y cortada y su uniforme harapiento le daban una imagen espectral, la del soldado muerto que camina entre los vivos para recordarles por quién peleó.

Una vez en el barco, de regreso a su hogar, pensaba en lo que le esperaba. Se había arreglado para su regreso triunfal y recordó que ella le esperaba. Se preguntó cuánto tiempo había pasado y cuando le dijeron que habían sido cuatro años desde su partida se sorprendió. “Cómo pasa el tiempo”, pensó y acto seguido se dirigió a la proa a observar los surcos de olas en el mar.

Cuando llegó no se encontró con un regreso triunfal. Había temporal y apenas un pescador que amarraba su bote lo alcanzó a saludar después de que él se presentó. Ella no estaba. El muelle seguía siendo el mismo de hacía cuatro años excepto por esa extraña, carcomida y quizá en otros tiempos hermosa estatua a la orilla del muelle. “Que raro lugar para poner una estatua” –pensó- “en cualquier momento llega un vendaval y la tira con todo y muelle. Es extraño que no lo haya hecho ya”.

Se dirigió al pueblo y después de encontrarse con su familia salió a la casa de ella, para ver si la encontraba. Nadie respondió. “Habrá ido a la iglesia o a hacer un mandado”, pensó, y no le pareció extraño que nadie más respondiera puesto que sus padres habían muerto tiempo atrás, dejándola sola en ese pueblo a orillas del mar.

Buscó por todo el pueblo y no la encontró. Los que le podían dar referencias, después de reconocerlo tras una ardua examinación, le decían que seguramente estaba en el muelle, que no había hecho otra cosa desde que él partió.

Se dirigió al muelle y no encontró a nadie. Todo mundo se había guardado por el mal tiempo y se desesperó por no saber de ella. Le recriminaba el no haberlo esperado tal y cómo había prometido. Se dirigió a su casa a dormir, tratando de ordenar sus ideas y su corazón.

Al día siguiente tampoco la encontró. Los que lo veían se asombraban de que ella hubiera desaparecido, algunos le decían que apenas ayer la habían visto caminando por la plaza mayor. En su desesperación y orgullo fue a sentarse al muelle, justo al lado de la estatua que permanecía erguida, mohosa y salubre viendo hacia el mar. Ahí se echó a llorar. Lloraba su partida, lloraba lo que había visto y luchado allende al mar. Lloraba por que le recriminaba a ella el hecho de que no supiera lo que él la sufrió.

- ¡Si supieras lo que me dolió! Si tan sólo supieras los momentos que te lloré y que me hiciste falta, siendo tú el único motivo por el que me mantuve al pie del cañón –gritaba entre sollozos viendo al mar-. ¿por qué no me esperaste tal y cómo prometiste? ¿por qué tuviste que cambiar de parecer? ¿por qué me dejaste de amar, comenzando a pensar sólo en ti y no en los dos?

Sin embargo, si él hubiera volteado en ese momento, en vez de seguir gritando al mar, hubiera visto el extraño parecido que la estatua guardaba con ella. Y quizá, si su orgullo y corazón se lo hubiesen permitido podría haberse dado cuenta que la estatua lloraba y que respiraba y que se apretaba los dedos viendo hacia el mar. Si en vez de voltearse y pararse para irse a la gran ciudad se hubiera detenido y se hubiera fijado una vez más en ella, se habría dado cuenta que su sombra contorneada por la sal le tapaba las zapatillas que le había regalado cuatro años atrás…

En la ciudad de los palacios,

México, D.F.

02 octubre 2006

VARGAS GÓMEZ

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