17.7.06

De tiempos desesperados

De movimientos desesperados se trataba y yo arengaba. Así me detenía de pronto y levantaba la cabeza para ver si a lo lejos la divisaba, entre los corales de cabezas que llenaban la plaza. Entre multitud de colores y anguilas de papel mi mirada se perdía a lo cual regresaba a mi incitación interna. ¿Era ella o sería yo? ¿Podría encontrar otra vez lo que dejé en ella?

Todo lo que alguna vez fue y no ha encontrado la manera de volver a ser en este lugar que quedó tan sin sentido y fracturado desde aquella vez en que ella se fue. En realidad ambos nos fuimos, sólo que yo por inercia y por no tener otro camino y ella por indecisión propia, siendo así que en ella recae el peso de la responsabilidad de haberse ido y decirnos adiós. Todo aquello que no ha encontrado manera de ser otra vez.

Desde entonces el camino se violentó. La velocidad se incrementó de manera proporcional al dolor que penetraba por mis poros y exudaba en mi corazón. Un corazón que de tanto sudar se secó de amor. Corriendo, con movimientos violentos y desesperados me hundí en el mar. Trotando escalé fosas tan profundas como el espacio que dejó en mí su olor y figura. Ahí encontré un río que se secaba y que alguna vez corrió violento desde esa montaña transparente a los pies de la cual hicimos el amor por primera vez. Ese río tan moribundo y desecho que daba lástima aún debajo del mar. Me detuve por momento y levanté por primera vez la cabeza para darme cuenta que estaba rodeado por cabezas de atún y besos de coral. Me senté y lloré sal a la orilla del río debajo del mar embravecido pero que, al estar debajo de él, no sentía su violencia agitada y amenazante para las sirenas y pescadores de la playa. Ahí lloré no se cuantas lágrimas y menos por cuanto tiempo. No estaba para contar el tiempo.

Me levanté con movimientos desesperados, abrazando tiburones, peñascos submarinos y uno que otro calamar que atravesaba el camino. Corrí, no con tanta velocidad como antes, pero corrí. Y así salí del mar, ante la mirada atónita de unos pescadores que a pesar de haber vivido toda su vida a orillas del mar, no sabían que se podía correr en él.

Atravesé pueblos nunca antes vistos por la luz de la luna, donde nunca se ha ido el sol y recordé personas que me encontré descansando a los pies de olmos al lado del camino. Y así llegué de nuevo, sin proponérmelo concientemente, a la esquina en la cual nos abrazamos por última vez para darnos media vuelta y desaparecer entre semáforos de egoísmo y posmodernidad. Me detuvo un golpe seco que sonó en mi corazón. Hasta la fecha no se si fue en ese momento cuando dejó de sudar y cuando comenzó a sangrar de nuevo amor.

Abracé su ausencia y besé su despedida. Me volví para ver si la encontraba caminando y afortunadamente no la encontré. A veces los recuerdos son más dulces que los besos entrecortados y forzados. Ahí recordé el río debajo del mar y en su memoria decidí andar. Fue de esa manera como llegué a divisar mejor el camino entre la niebla de la melancolía que aturdía no sólo mis pasos, también la flores que vendía una niña en medio la calle que atraviesa la esquina en la que nos dejamos pasar.

Volví a levantar la cabeza para encontrarme con que subía a un podio en el cual tenía que hablar y arengar. Organizar ideas perdidas de la publicidad y diseñar estrategias de venta para el entretenimiento de la humanidad. Me detuve un momento. La sentía. Hacía tan poco que nos habíamos dejado y ella ya se entrega a los brazos de otro que parecía un reflejo de mí y que coreaba los goles del equipo que grité desde que pateé un balón por primera vez. La sentía y me dolía, extrañamente. Hacía tan poco comparado con los veranos que vimos pasar a los pies de la montaña transparente en la cual nos juramos lealtad.

Levanté la cabeza para ver si a lo lejos la divisaba, entre los corales de cabezas que llenaban la plaza. Entre multitud de colores y anguilas de papel mi mirada se perdía a lo cual regresaba a mi incitación interna, sabiendo que trágicamente nos tendríamos que volver a amar, no sé si ahora o en otra vida, pero ¿podría encontrar otra vez lo que dejé en ella?
Con esa imagen, que no se va jamás, en el paraíso del sur
18 julio 2006
VARGAS GÓMEZ

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