20.12.05

El cuento de la triste princesa y el caballero perdido.



Era una princesa como ninguna otra había existido en el reino. Era el reino más grande y maravilloso que podría haber existido jamás. Sin embargo, se encontraba poblado por personas tristes y recelosas. Personas que si bien trabajan hasta que la yunta daba, el martillo quebraba y el pozo secaba, no dejaban de tener miedo por el exterior, los ruidos fuertes, las voces altas y claras y las mujeres envalentonadas. Sin embargo era un reino hermoso, con una tierra fértil y maravillosa.
En ese reino vivía la princesa que si bien no gobernaba el reino, vivía en él y podía maravillar a cualquiera que lo atravesase o la viera. Así de hermosa era. Un día llegó un caballero de sangre variada. Había nacido en ese reino pero su padre era de otras tierras y su madre de allende al mar. Un caballero de corazón noble y sincero y voz alta y directa. Había regresado al reino después de andanzas por las montañas derrotando ogros y dragones. Había regresado y se preparaba para presentarse a la princesa pues hasta él habían llegado los rumores de lo maravillosa que podía ser.

- En verdad, es el tipo de mujer que has estado buscando – le comentó su compañero de andanzas en la taberna del reino – se que te encantará y te la voy a presentar.

El caballero asintió y su compañero lo presentó. Así pues, el caballero llegó al castillo de la princesa y se anunció. La princesa, temerosa, no se dejaba ver. Dentro de todo lo maravillosa que era, también era muy indecisa, demasiado dirían algunos. Después de insistir un tiempo, la princesa por fin accedió a verle y quedó prendada de sus ojos. Los ojos del caballero eran del color de la temporada. Por momentos miel, después verdes y otras cafés. Eran unos ojos penetrantes y con mirada de tiempos y experiencias de otras tierras que llevaba cargando a cuestas. Esos ojos fueron los que cautivaron a la princesa que no podía mantenerle la mirada en un inicio.
El caballero, como buen hidalgo que era, no hizo alarde de ello por respeto a la princesa pero, y sin embargo, supo utilizarlo. Sabía que tenía ojos que podían hablar sin lengua y que le decían a la princesa lo bella que le parecía a él. El caballero sabía que si bien no era la mujer más bella que hubiera visto –quizá no tan bella como aquella que encontró en un reino del otro lado del mar en una de sus tantas andanzas– tenía una sencillez que lo cautivaba. Era una pequeña flor, tímida y hermosa con una sonrisa cortada por la misma timidez e indecisión. Era reservada como flor de marzo y con el rostro salpicado de estrellas que habían dejado lunares en ella. Era, sin duda, maravillosa. Sin embargo, indecisa.
Así pasó el tiempo. El caballero rechazó ofertas para capturar bandidos que vivían en las afueras del reino. Rechazó invitaciones con otras bellas damas del reino y más aún, rechazó la posibilidad de ganar más fama capturando dragones que habían sido avistados en las montañas. Lo rechazó porque había quedado prendado de la princesa y se había decidido a conquistarla. Su más grande conquista sería ella. Proeza nada fácil, el hecho de conquistar un corazón es tal vez la proeza más bella y trágica que puede existir en ese reino y en el nuestro.
Conforme pasaba el tiempo, la princesa se iba dando cuenta de todas las virtudes del caballero, más allá de sus ojos que la cautivaban. Si bien no era el caballero más alto y fuerte que hubiera visto, tenía una presencia imponente y una sonrisa magnífica. Además, tenía una gran plática que podía entretenerla durante horas mientras degustaban té y esa extraña bebida traída de oriente llamada café. Pero no fueron ni los ojos, ni la presencia, ni la plática lo que la conquistó, terminó siendo su corazón. Ese corazón que había sido la principal arma del caballero en todas sus batallas.
Un día, mientras charlaban y el caballero terminaba de dedicarle un poema en el cual le ofrendaba su corazón, la princesa le dijo que ya no quería ser cortejada. Por lo menos no de la misma forma. El caballero se asustó. Ya no quería ser cortejada y le decía que aceptaba lo que él decía en su poema. Que era posible que pudieran hablar de lo que hay más adelante y ver si podían crecer juntos.

- Si… creo que podemos ir paso a paso. Poco a poco.

El caballero, hinchado y pletórico, brincó de alegría y le prometió que jamás le fallaría.
Los años pasaron.
Con el paso del tiempo, la relación entre la princesa y el caballero se iba fortaleciendo. Ella ya no era tan indecisa y él hablaba menos fuerte. Era el amor más bello y puro que jamás se hubiera visto en el reino. Muchos de los pobladores los envidiaban y otros los admiraban. Al caballero parecía no hacerle falta más proezas fuera del reino y la princesa era más hermosa y grande. Pasaba el tiempo y su relación se fortalecía como las raíces del roble o las paredes de la iglesia de la Virgen del Río de Luz, al lado de las cuales se juraron amor eterno.
Un día, el caballero recibió una notificación acerca de una oferta para irse a otro reino más allá del mar, de donde venía su madre. Era una oferta para ir un tiempo, no más de un año, a perfeccionar sus habilidades hidalguenses y a conocer nuevas tierras. El caballero dudó mucho, por un lado tenía ganas de regresar a aquellas tierras que alguna vez conoció en sus tantas andanzas; por otro lado, la princesa lo impulsaba a irse pero en sus ojos se escondía el miedo y relucía de nuevo la indecisión y la tristeza. Le preguntó que debía de hacer:

- Mi amor, tú, sólo tú me podrías decir que hacer puesto que te amo y no me podría ir sin que tú estuvieras de acuerdo – le dijo un buen día
- Vete. No te preocupes que yo te alcanzaré – respondió ella –. No te preocupes, yo te alcanzaré.

Así pues el caballero alistó su viejo caballo de aventuras, su equipaje y partió a los pocos meses, con la promesa de regresar a los brazos de su princesa y de esperarla por allá. No hay nostalgia peor que añorar lo que nunca, jamás, sucedió.

- Mándame una carta de allá. Adiós. Cuídate.
- Te amo, princesa. Te amo.

El abrazo desgarrador, se partió. Y con la frente marchita, sonó entre ellos dos el anuncio de salida. Ella llorando en la estación y él con el corazón en un puño y arrepintiéndose por momentos de haber tomado la decisión.
El caballero tuvo la aventura más difícil que jamás habría experimentado. Se fue sin ningún comparsa y sin conocer a alguien en aquel reino lejano. Alejado del amor. Llegó en pleno invierno y tuvo atravesar por diversas pruebas. Su único aliciente era el recuerdo de la princesa. De esa princesa flor de marzo, olor de primavera. Le mandaba cartas todos los días, recordándole cuánto la amaba y lo mucho que la esperaba. Las noches eternas sin la presencia de ella se antojaban fulminantes. Sin embargo, día tras día, el caballero despertaba para seguir el camino.
La princesa, por su parte, le correspondía en las cartas, aunque en ellas se notaba la nostalgia y la tristeza. No se refería a él como antes, dejando el alma en las letras. Se notaba reservada y temerosa. Temerosa, quizá, de que el caballero la olvidara. Reservada tal vez para que el caballero no encontrara trabas. Sin embargo el caballero no lo entendía y lo torturaba el recuerdo por las noches. Sentía que todos los que conocía se iban en el aire. Que su mismo recuerdo se difuminaba y alteraba la realidad. En verdad fue una prueba tremenda para el caballero. Tuvo que enfrentar a sus propios fantasmas que venía relegándolos de años atrás. Salió victorioso de todas las pruebas pero el precio fue muy alto; su corazón terminó desgastado y su alma en agonía. Lo único que deseaba era ver llegar a su princesa, triste princesa y permanecer con ella. Las cartas seguían siendo pero las respuestas de ella eran más esporádicas y, de vez en cuando, muy cariñosas.
El deseo lo difuminaba. En una de las pruebas del caballero tuvo que dejar de comer durante unos días para poder atravesar un páramo sin sentido. Lo logró alimentándose del recuerdo de ella. Por fin llegó el día del regreso. Un regreso agridulce, puesto que ella jamás fue a aquel reino a visitarlo a pesar de los votos compartidos.
El día del regreso del caballero fue espantoso. Se vistió con sus mejores galas y trajo presentes de las tierras conquistadas, sin embargo, al llegar al castillo, la princesa no estaba ahí. Llegaría poco tiempo después alegando que se le había hecho tarde por ciertos compromisos reales. El caballero la abrazó y supo entender, sin embargo, algo dentro de él le dolía. Hubiera dejado todo por sentarse a esperarla.
La princesa se notaba triste e indecisa. El pueblo del reino se había vuelto en contra del caballero y fueron pocos los que permanecieron fieles a él. El caballero no entendía a que se debía esa actitud; lo único que encontraba eran puertas que negaban lo que escondían y paredes ocres que exhumaban extrañeza. El caballero se sentía muy triste. Había dejado todo por su princesa y ésta se notaba distante y fría, prefiriendo ocupar su tiempo en compromisos reales y entretener a la corte del rey. Esas cortes frías e hipócritas que tan sólo estaban para enajenar el tiempo. La princesa se perdía en sus actividades y el caballero pasaba el tiempo contemplando el horizonte, aquél desde el cual venía, preguntándose ¿por qué habría vuelto?
El caballero sufrió mucho. Ni todas las batallas que había enfrentado ni el aprendizaje consumado le servían para hacer frente a esta nueva actitud de la princesa. Ya no era tan maravillosa, era triste y distante. Era una princesa que se congratulaba con el reír del pueblo y que tenía poco tiempo para el caballero. El caballero se acercaba a ella y hacía hasta lo imposible por que ella notara su presencia. Llegado el momento decidieron separarse. No era un adiós, prometía ser un “hasta luego”.

- Tan sólo necesito acomodar ciertas cosas – le dijo a él – no es para siempre.
- Si me pidieras el mundo, el mundo conquistaría para ti.
- No te pido el mundo. Te pido a ti.
- ¿Cómo me puedes pedir a mí, si ni siquiera estás conmigo?
- No lo sé. Estoy confundida e indecisa. Tengo que encontrar esos ojos que alguna vez vi…

Así se fue el caballero a retirar a un rincón del reino. Al inicio buscaba casi cualquier pretexto para enterarse de la princesa y de lo que ella veía. Conforme las hojas de los árboles empezaron a caer, el caballero empezó a sentirse cansado. Cansado de esperar. La princesa no daba visos de vida. De vez en cuando se enteraba de su apretada agenda real que tan sólo la distraía.
Un día, el caballero decidió buscar a la princesa. Había pasado más tiempo separado de ella ahora que cuando había viajado allá, donde termina el mar. La fue a buscar pero ella se negaba a recibirlo, como al inicio. La diferencia es que ahora el caballero la conocía y no era como conquistar un corazón desconocido. Lo desconocido ahora era el alma de la princesa que ya no sonreía a medias, ni era tan maravillosa. Sin embargo el caballero se moría por ella. El caballero seguía sintiendo que podía morir por ella. En uno de tantos intentos la princesa por fin se decidió a recibir al caballero. En los ojos de los dos todavía se notaba el amor que se habían jurado alguna vez en la iglesia de la Virgen del río de la luz. Sin embargo, la princesa se notaba insegura, indecisa, triste:

- Hola – dijo ella, en un tono indeciso y como no atreviéndose a completar el amor.
- ¡Hola! ¿Cómo has estado?
- Bien, gracias. Sumamente ocupada con todas las tareas nuevas que me han encomendado en el reino.
- ¿Y tú las pediste? ¿Son las tareas que realmente quieres hacer? – preguntaba el caballero desde el conocimiento del corazón de ella, que si bien había cambiado en la forma, en el fondo seguía siendo igual.

La princesa dudó un momento imperceptible en contestar. No le gustaba cuando el caballero hacía uso de su oratoria para llegar a un punto. Sentía que agrandaba su indecisión.

- La verdad, si. Me siento a gusto. Estoy planeando muchas cosas, entre ellas un viaje no muy largo, casualmente al reino que visitaste hace algún tiempo.

El caballero sintió por un momento un leve dolor al recordar ese viaje en el cual tantas veces cerró los ojos esperando abrirlos y verla aparecer y que ahora ella planeaba realizar. Sin embargo fue sólo un momento y no causó más que alegría en su corazón. La alegría de la princesa era su alegría. Así de perdido estaba el caballero.

- ¡Qué bueno! Me alegro.
- Y ¿para qué me buscabas? – preguntó la princesa, al tiempo que el caballero la veía extrañado.
- Para hablar. Hablar de vez en cuando no está mal. Si bien la distancia no es el olvido, si lo es la extrañeza y dolor.
- Bueno, pero que sea un momento, porque tengo muchos compromisos hoy.

El caballero se sintió muy triste. Podía soportar muchas cosas, pero una de las cuales no podía aguantar era el desprecio o que le hicieran el favor de escucharlo. Menos ella. Ella que podría ser la dueña de su vida y su escudo. De su caballo y corazón. Menos lo podía soportar de ella, que le hiciera el favor de escucharlo. Prefería no hablar con ella nunca más a sentir que le estaba otorgando un poco de tiempo por lástima.

- Entonces te dejo. Quizá no vine en un momento adecuado.
- No, tengo unos cuantos minutos. O si quieres mañana ven, pero sólo en la mañana, por que tengo una audiencia en la tarde y una fiesta real por la noche con la corte.
- Gracias, pero no. Prefiero no verte a sentir que me estás otorgando unos minutos y tan deprisa. Si fuera de vez en cuando, tal vez, pero así ha sido últimamente, otorgándome unos cuantos minutos, de prisa, para seguir con tu ritmo acelerado. ¿Tan terrible es el odio o la indecisión que ni te atreves a mostrarme tu desprecio o arrojarme tu amor? Cuando quieras tener más tiempo, hablamos.

Así se fue el caballero, mientras la princesa se quedaba pensando en las palabras que él le había entregado. Pensaba que probablemente tendría razón. La tristeza se reflejaba en su rostro y la indecisión afloraba en la piel. Lo dejó ir. Dicen que si amas algo lo tienes que dejar libre, pero jamás lo dejes ir. No porque no vaya a volver, sino porque hieres el corazón de ese alguien al sentirse más que prescindible, momentáneo. No es que lo dejes ir, es que lo haces a un lado y jamás debería de hacerse a un lado a la persona que amas y que te ama.
El caballero se retiró a la montaña. Pensaba que podría matar a todos los dragones de la región, capturar a los bandidos y bajar el sol al balcón de la princesa si tan sólo ella se lo pidiera. El caballero no sabía lo que ella quería. Había decidido dejar de pensar por ella y pensar por él. Había decidido que el tiempo se antojaba eterno y que la indecisión de la princesa ya no sólo hacia estragos en él, sino en el mismo pueblo y ella trágicamente no lo notaba. Pensaba que todo iba más o menos bien.
Así pues, el caballero tomó su caballo de nuevo y amarró su alforja. Escribió una carta a la cual ató un anillo y se lo dejó a la princesa a las puertas del castillo. Partió sin rumbo. Había perdido su brújula y sextante. Se los había dejado a ella y se le olvidó pedírselos.
Al día siguiente, cuando la princesa salió y encontró la carta, sintió un nudo en la garganta. Amaba al caballero como a nada en el mundo, pero no encontraba la forma, momento ni el valor para decírselo. Subió a la torre más alta del castillo esperando verlo en el horizonte pero sólo logró ver la puerta de la casa del caballero clausurada, el humo de las chimeneas del pueblo y la gente en su jornada diariamente enajenada. Pero no vio al caballero. Decidió terminar de leer la carta.
Al terminar de leer la carta, la princesa soltó una lágrima amarga que rompía la sintonía de su bella cara. El caballero le decía que la amaba, que ella bien lo sabía y él se arriesgaba a confirmárselo hasta con las palabras, muy a pesar de su negación.

“Si me hubieras pedido el mundo, el mundo habría conquistado para ti. Ni todas las tierras que conquisté, ni todos los villanos que derroté, ni todas las damas que encontré son suficientes para llenar el vacío que en mí has dejado. Te amo y no temo en gritarlo desde lo más alto de la torre de tu castillo. Sin embargo comprendo que tengo que partir ante tu indecisión que me mata. Me duele en el alma y me parte mi existencia entera el tener que hacerlo, sin embargo creo que es lo que tú quieres. Desearía ver los días iniciar y las montañas caer a tu lado, pero tú no quieres dedicarme más que unos minutos entre la corte. Te amo, princesa. Siempre lo haré. Hoy parto con rumbo desconocido, esperando que mandes algún mensajero que me haga regresar o encontrarte mañana cuando me despierte y verte montada en tu caballo pidiéndome que regrese. No son más que sueños, probablemente, inspirados en esa musa que siempre has sido para mí. Parto porque tu indecisión y los pocos tiempos que quieres hacer no hacen más que abrir heridas que había logrado cerrar y empezado a borrar. Parto porque prefiero amarte desde el ocaso a odiarte en los albores de tu día. Te amo y si te decides, algún día, antes de tu viaje, sabes donde encontrarme, aunque yo no sepa donde esté. Se bien que sabrás encontrarme. Prometo no buscarte. No hablarte. No perturbar tus pensamientos. Espero que sabrás buscarme.

Con el amor que hace sentir vivo y que te entregué en papel de alma
El caballero”
Ese era el final de la carta. La princesa lloraba dentro de sí porque no quería que el caballero partiese y menos con esa idea. Lo amaba, más ahora. No hay nostalgia peor que añorar lo que nunca, jamás, sucedió. Eso es la melancolía. Es llorar y añorar aquello que nunca sucedió. Tenía miedo de que no se volviese a encontrar con él como tiempo atrás, pero con esta decisión se había dado cuenta que era el mismo caballero que alguna vez conoció, con más experiencia y fuerza para darle. Y ella lo estaba dejando ir. Corrió. No lo encontró.
El caballero estaba perdido. La princesa estaba triste. La sospecha de poderlo encontrar la mantiene en vilo desde entonces. Ha abandonado poco a poco la corte real, viendo que muchos de sus integrantes no la veían como antes, no la trataban como antes o la dejaban de ver al decirle que encontraban pareja o nuevos amigos de parranda. Los amigos vienen y van, el amor, si es que se encuentra, es el que perdura. En las noches, la princesa voltea a la luna esperando encontrar algún recado de parte del caballero, pero la luna, como dijera el poeta, callada y constelada como ella, no hace más que sonreír. Tal pareciera que la princesa, poco a poco, ha cambiado. Su indecisión la frenaba de tal forma que detenía sus propios deseos. El pensar una y otra vez la misma situación la llevó a secarse las lágrimas con esa carta infausta y a perderse en el fondo de ese anillo que la castigaba cada día, al brillar la mañana, haciendo un guiño. El guiño del anillo, como broma del destino.
Hoy la princesa me ha pedido que aliste su caballo. Parte mañana a primera hora en busca del caballero. Espera encontrarlo mañana mismo, en ese lugar de las montañas donde se entregaron sus cuerpos alguna vez. Sin embargo no me atrevo a decirle vieron al caballero y parece que agoniza y quizá no termine el día, sentado a los pies de la montaña, con una gerbera deshojada en la mano derecha y con un retrato de ella en la izquierda. No fue la ausencia, ni la indecisión de la princesa lo que ha herido de gravedad al caballero. Es el amor por la princesa lo que está matando al caballero...
Ciudad de México.
19 de diciembre de 2005
Vargas Gómez.
Todos los derechos reservados.

4 comentarios:

Luis Vargas dijo...

Guadalupe=río de luz

Ada dijo...

CIEEEEELOOOOOOS!!!! Que buena historia en vdd ! Quisiera poder inspirarme como tú... pero bueno... creo que ahora ya tengo inspiración de nuevo para hacerlo... en fin... Felicidades por este post ! me encantó :D

Luis Vargas dijo...

gracias...nunca he sabido decir otra cosa frente a comentarios tan bellos referentes a mis textos. Encierran un gran placer, porque es una de las cosas que más disfruto haciendo. Gracias por leer, después de todo, para eso lo hago.

Luis Vargas dijo...

But I wonder what does She has to say?