26.1.07

La choza

Por encima de las montañas atraviesa la cuchilla de la luna, cortando todo lo que las hojas, con su fibrosa hoja, permiten. Un silencio ominoso inunda el valle, inundándolo todo, por encima de las hojas de los árboles que tapan la cuchilla de la luna y haciendo que la luna parezca de papel. De papel con borrones negruzcos.

Aunque el valle no siempre fue así, tan silencioso, antes había carpas y alguna trucha desorientada deviniendo en el lago, lugar que ahora ocupo el silencio mismo. Era demasiado terrible aún para los mismos peces que sin necesidad de orejas lo llegaron a sentir. Era el silencio que había llegado con el caer del otoño. De las dos tribus que vivían ahí, solo permanece una, la más antigua, los Saskatpewman. Ni siquiera ese silencio ominoso había sido capaz de desarraigarlos de la tierra en la cual habían enterrado a sus abuelos y que les proveía de todo conocimiento, vida y muerte. Ni siquiera el hombre civilizado había llegado hasta ese paraje, de tan difícil acceso que los marineros afirmaban que el viento con solo suspirar cortaba las velas de sus barcos, como advirtiéndoles no seguir más. Los otros simplemente fueron eso, otros, que llegaron pero no pudieron con los misterios de esa tierra y terminaron por huir a la caída de ese otoño…

Pero esa noche era diferente. Esa noche se sentía más que el silencio. La luna parecía corrugada, como haciendo mueca de espanto ante la probable tragedia que cortaría el silencio y la tierra. Era diferente. Y Powmas también lo sentía, por eso mismo había convocado a una reunión en la casa del jefe, para charlar sobre los últimos eventos y los susurros que los dioses les dejaban saber a través de las cortezas de los árboles. A lo lejos, lo suficiente como para que sólo los árboles y el silencio escucharan, un grito. Ruido. Agitación.

La choza, amurallada de pinos, se encontraba en medio del bosque. La luz del crepitante fuego era lo único que la diferenciaba del entorno. El rojo cortaba la oscuridad que sobrevivía gracias a los altos árboles que tapaban a la luna. Dentro de la choza los guerreros de la tribu, entre los cuales se halla Powmas, se encuentran rezando junto con el chamán y el jefe, el más anciano de todos, antes de comenzar la reunión, tal y como lo trazaban sus costumbres. Sólo así podían encontrar la inspiración necesaria y la comunión entre los miembros de la junta. La agitación se acerca con mayor fuerza, cediendo las ramas de los helechos y al crujir tremendo de las hojas en el suelo. Su respiración agitada se confunde con el ulular de los búhos, no se ubica con esa maldita oscuridad. Y eso viene detrás, lo sabe.

Powmas pone final al rezo con una inhalación que se transforma en suspiro. El silencio trata de entrar por la ventana abierta pero el crepitar del fuego sólo le permite rodear las paredes, cómo dejándole presenciar la reunión, sabiendo que también él es partícipe de esta situación.

Las lenguas de fuego se reflejan en las pupilas de Powmas. Su sinuoso y tentados movimiento hace que Powmas se detenga a pensar en ayeres, en fantasmas que han sido relegados a las cataratas del valle, cuando fue a regar su sangré allá. Se incorpora. Los asistentes se encuentran expectantes, a sabiendas que fue él quién convocó la reunión. Se acerca a la ventana, como queriendo ser parte del silencio y el fuego al mismo tiempo. En ese momento la puerta se abre con un violento ruido que hace que hasta el fuego detenga el crepitar por un momento.

En el marco de la puerta sólo oscuridad por un momento. Powmas se gira bruscamente para encontrar todos los ojos puestos en una puerta que tiene una marca de sangre en el filo derecho y oscuridad. En ese momento, tan sólo medio segundo después, una figura se avienta al interior de la choza, acompañada de un grito desgarrador. Powmas se lanza en pos de la figura, extrañamente conocida a pesar del enmarañado cabello y los jirones de piel por manos. La figura, caída, es levantada por Powmas, descubriendo a Emara, la hija del pescador venido a menos con el otoño. Las órbitas de sus ojos se encuentran a punto de estallar, cómo si quisieran colapsar en sus pestañas. La boca desgarrada esgrimía una tenebrosa mueca que no se distinguía si era sonrisa de alivio o expresión de terror. O quizá las dos.

- ¡Emara! – le gritó Powmas al tiempo que corría los cabellos de su cara, que se confundían con ese extraño hilo de sangre color oscuro.

- Monstruo…

- Emara, ¿qué sucedió? – increpaba Powmas

- Monstruo –era todo lo que salía de su boca, mezclado con el gorgoteo de la sangre que inundaba sus fosas nasales.

- ¿Qué monstruo? ¿Qué te sucedió?

- Mons…truo…

Fue lo último que salió de su boca antes de que entrara en una convulsión total, como si cada miembro de su cuerpo tuviera vida independiente y se agitara en direcciones diferentes para morir, casi instantáneamente, en un rictus súbito. Powmas se quedó un instante observándola mientras los demás se encontraban de pie alrededor de la choza. Como si el silencio que siguió a la muerte hubiera sido un estruendo, Powmas se levantó para tomar su hacha que colgaba de una de las paredes y de un salto alcanzó la puerta. Silencio. Uno de los guerreros se acercó a él, tomándolo por el hombro tenso:

- Powmas, déjalo. La noche ha caído de una forma inusual, será mejor que busquemos mañana…

Sin responder, Powmas se soltó de un tirón y dio un paso. Emara. La conocía desde niña, durante un tiempo inclusive había pensado en cortejarla, pero el designio de los dioses había sido otro. Emara. ¡Maldita la noche y maldito el otoño que terminó de esa forma! Con esos pensamientos en su cabeza, Powmas se volteó no sin antes atisbar por última vez a la oscuridad y tratar de entender el ruido que el silencio provocaba en su cabeza. Entró a la choza, cerró la puerta y se reclinó sobre el cuerpo de Emara que ya estaba siendo tratado por el chamán, y lloró. Lloró como no había llorado desde que supo que tenía que dejar sus sueños en pos del beneficio de la tribu y con ello abandonar también a Emara. Lloró como no le sería permitido en otro contexto. Lloró hasta que el fuego se consumió y la noche terminó. Afuera, mientras la choza revivía por la energía que tenía en su interior, unos arbustos se agitaban desde sus raíces. El búho pegó el vuelo al sentir la energía y no poder ubicar con toda la amplitud de sus órbitas, la fuente de dicho movimiento. No muy lejos, a una colina de distancia, un lobo aulla con furia y con miedo. Su aullido se confunde, en la choza, con el llanto de Powmas.

Al día siguiente, Powmas se dirigió a la choza de Emara. Apenas había despuntado el alba cuando Powmas abría con respeto y dolor la puerta que tantas veces hubiera rozado con deseo y al pie de la cual hubiera dejado flores sin remitente. Una puerta que no se abriría más desde adentro.

Powmas entró seguido de dos guerreros más:

- No me sigan. Revisen el exterior de la choza, quizá las huellas nos lleven a algún lado –espetó Powmas que casi parecía como si estuviera hablando consigo mismo, pensando en voz alta y no dirigiéndose a los guerreros.

Cerró la puerta.

La choza en verdad estaba irreconocible. Solo quedaban algunos objetos personales intactos. La madera que formaba la base de lo que en su momento fuera la cama de Emara –Emara…– estaba desvencijada y esparcida en el suelo, como si hubiera estallado desde adentro. Como si no pudiera contener más algo y lo hubiera tenido que sacar desde sus entrañas, sacrificando su existencia. Algunas piedras se encontraban regadas alrededor de la choza, como si en vez de agua hubieran llovido pedernales y no le hubiera dado tiempo a la tierra de secarse por la penumbra interna de la choza. Pero eso no era lo que perturbaba a Powmas, habría bastado un segundo para que él hubiera analizado el escenario con su perfecta experiencia como cazador y guerrero; lo que le perturbaba era algo maligno, algo indecible, algo que lo azotaba desde su corazón y que amenazaba con llevarse todo en su interior. Y no sabía que era.

No sabía que era y sin embargo lo sentía. Casi lo podía oler, casi. El silencio era tal que Powmas podía escuchar el latido enloquecido de su corazón. Ya no se oía a los guerreros, “quizá fueron a seguir las huellas de Emara”, se dijo. A lo lejos, casi inaudible, Powmas alcanzaba a escuchar el ruido de la catarata. “Qué ganas de estar en esa catarata, ¿no, Emara? como aquella vez en que te tomé por sorpresa entre mis brazos, desnuda, violentando el deseo y por lo cual me dejaste de hablar tanto tiempo”.

La sensación comenzaba a hacerse insoportable a tal grado que Powmas ya la podía oler. Sintió como una gota de sudor lo traicionaba y comenzaba a bajar, lentamente, por su frente mientras él se mantenía inmóvil. No podía moverse. Se dio cuenta que las uñas de sus manos se estaban enterrando en sus muslos y comenzaba a sangrar. Una sensación de ahogo, espanto y desesperación comenzó a inundar a Powmas que no podía reprimir la lenta inmersión de las uñas en su carne. Fue entonces cuando sucedió. Trágicamente el único que pudo atestiguar lo sucedido fue el atrapa-sueños del shamán.

Primero un ligero crujir de la madera, como si la choza llorara por saberse sorprendida, violada. Un segundo después un estruendo inundó el valle silenciando a la catarata que por un momento dejó de enviar agua al lago, temiendo que sus aguas pudieran contagiarse de ello. La choza se inclinaba hacia su centro, como si se hubiera abierto un vórtice en medio que succionara todo lo que estaba alrededor, incluyendo el olor. El atrapa-sueños se agitaba con la fuerza del viento. La choza se hundía en un abrir y cerrar de ojos, llevándose consigo todo lo que tenía dentro, la puerta, las piedras, la cama desvencijada, a Powmas.

Un segundo después no quedaba nada, ni siquiera el olor. En el sitio que unos segundos antes ocupara la choza ahora no había más que un ligero hundimiento, como si ahí hubiera pisado algún gigante perdido. Nada más. El valle se hallaba envuelto en un silencio imperturbable que sólo la catarata se había atrevido a desafiar.

El shamán se levantó, aturdido por el efecto de las plantas que había ingerido para comunicarse con los espíritus. No sabía que había pasado, pero sentía que algo había desaparecido dejando una estela que podía sentir en medio de sus huesos. Se asomó por la ventana, justo al lado de donde el atrapa-sueños se hallaba colgado, y vio…

Lo que vio fue indescriptible. Fue tal el impacto que causó en él que cayó fulminado, vencido en el suelo. Mientras, el viento soplaba y se colaba por la ventana. Extrañamente el atrapa-sueños no se movía. Permanecía inmóvil, en una posición extraña, con sus ojos y plumas girados hacia el bosque, hacia una pequeña hondonada a no más de cien metros de la ventana. Hacia ahí miraba como si algo le estuviera jalando. Llamando. Anunciándole que no le dejaba solo y que hacía falta esperar una luna más.

Colgando en la ventana

26 OCTUBRE 2007

VARGAS GÓMEZ


2 comentarios:

Anónimo dijo...

S O B E R B I O

Anónimo dijo...

UNAS PALABRAS QUE TE DEJAN SIN ALIENTO
UNA DESCRIPCION DE QUE EL AMOR TODAVIA EXISTE
UNAS PALABRAS Q SE QUEDAN EN LO PROFUNDO DEL ALMA
ESE SER A QUIEN ESPERAS SERA LA PERSONA MAS AFORTUNADA
UNA PERSONA QUE TENDRA LA DICHA DE SABER LO QUE ES AMAR
LA DICHA DE DECIR SOMOS NOSOTROS DOS LOS QUE HEMOS CREADO ESTA FANTASTICA HISTORIA
NOSOTROS QUIEN PROCLAMAMOS AMOR
NO ME QUEDA DECIR QUE HE CONOCIDO A UN POETA LLENO DE DULZURA
GRACIAS POR CONCEDERME LA DICHA DE LEER ESTAS COSAS TAN SUBLIMES!
Melissa