En un templo lejano, allá en medio de Siam, vivió el monje más sabio de todos. Su nombre era Đâm Ra Yêu y a lo largo de toda Asia se pregonaban sus enseñanzas e inclusive un viajero europeo llegó a transcribir algunas de ellas en un libro que hasta la fecha se tacha de mágico y no se le ha sabido otorgar su validez correspondiente.
Durante largas jornadas, Đâm Ra Yêu se entregaba a meditaciones sobre el espacio del ser, su trascendencia, las flores, el aire, el sol, el alma, el dolor y demás cosas hermosas que rodean nuestro mundo y también el de él. El monasterio donde vivía se encontraba enclavado en medio de la selva y no tenían que salir de ahí puesto que cultivaban sus hortalizas y tenían todo lo que su cuerpo podía necesitar, por lo cual se entregaban sin problema alguno a la meditación. Sin preocupaciones materiales como la inflación, el ahorro o las inversiones, Đâm Ra Yêu y sus discípulos descubrían formas de interpretarse a sí mismos y maneras de coexistir armoniosamente con su entorno.
Đâm Ra Yêu disfrutaba enormemente vivir en el monasterio y tenía muchas buenas razones para hacerlo: tenía paz, alimento, discípulos entregados y amables pero lo mejor de todo, lo que Đâm Ra Yêu más adoraba era el amanecer que se colaba por su celda. Lo amaba de una manera tan grande puesto que un pequeño ruiseñor se paraba todos los días a cantar bellas melodías de amor al pie de su ventana. Đâm Ra Yêu se quedaba entonces inmóvil y un remolino lo azotaba en su estómago subiendo rápidamente a su pecho y después a su garganta, casi cerrándola, llegando al final a los ojos que se derramaban en felicidad y amor irrestricto. Đâm Ra Yêu amaba con toda su alma al ruiseñor y su canto.
El ruiseñor, como los de su especie, tenía un estilo elegante y unos colores brillantes y seductores, sin embargo, éste poseía un halo especial capaz de cautivar al más serio e intratable de los hombres. Era bellísimo, sus ojos tenían un poder especial y su canto…su canto era una melodía divina que Đâm Ra Yêu juraba era enviada por los dioses para demostrar el amor que sentían por los hombres. Sin duda el ruiseñor tendría que haber sido enviado por los dioses y eso lo hacía aún más especial.
Pasaban los meses y Đâm Ra Yêu caía en una enfermedad que no lo dejaba meditar y menos concentrarse en la enseñanza a sus discípulos; su comida la había reducido a lo indispensable para sobrevivir y sentía todo el tiempo una presión enorme en el centro del pecho que sólo se aliviaba por las mañanas al cantar del ruiseñor. Đâm Ra Yêu estaba perdidamente enamorado del ruiseñor, lo deseaba con tanta fuerza que apenas e imaginaba su existencia actual y posterior sin él.
Un día Đâm Ra Yêu no pudo más y como sucede con los enamorados que caen presa de la duda, desesperación y la sinrazón del corazón –puesto que el corazón tiene razones que la razón no entiende– decidió que no podía pasar otra noche más sin el ruiseñor, cuando las estrellas tan bellas son tan lejanas y la oscuridad nos atrapa y nos refleja en la luna. Tomó una sabana y la puso encima de la ventana sostenida por una rama a la cual había atado un cordel que amarró a su mano.
La mañana siguiente el ruiseñor llegó como todos los días presuroso a cantarle a Đâm Ra Yêu, esta vez con una nueva melodía que acababa de aprender muy cerca del mar. Se posó en la ventana y comenzó a entonar la canción más hermosa que Đâm Ra Yêu hubiera escuchado jamás y con esa pasión también jaló del cordel haciendo que la sábana cayera encima del ruiseñor cortando el canto en un chillido estridente de desesperación. Đâm Ra Yêu se levantó inmediatamente y tomó con tal fuerza la sábana que al hacerlo apretó demasiado al ruiseñor haciendo que el chillido fuera aún más fuerte y doloroso, a lo cual Đâm Ra Yêu soltó la sábana temiendo lo peor. Al caer la sábana el ruiseñor quedó a la vista, mirando a Đâm Ra Yêu con ojos de terror y echó al vuelo, primero tropezando por su ala lastimada para después empezar a revolotear por toda la celda hasta que, por fin, encontró la ventana y salió volando con altibajos. Đâm Ra Yêu estaba pasmado, no podía creer lo que había hecho. No podía mover un músculo de su cuerpo. La puerta se abrió inmediatamente y entraron dos discípulos suyos que encontraron a Đâm Ra Yêu tirado en cuclillas en el suelo de su celda llorando desgarradoramente.
Las semanas pasaron y Đâm Ra Yêu no encontraba consuelo para su corazón. El sólo hecho de recordar el incidente y saber que había herido a lo que más amaba en este mundo lo destrozaban. Sus discípulos se encontraban muy preocupados por su salud ya que tenía días sin probar bocado alguno y ni siquiera salía de su celda para hacer las obligaciones del monasterio. Tuvo que ser por fuerza del más allegado de sus discípulos, Mối Tình, quién se encerró con su maestro en la celda durante dos días enteros para que al tercero salieran juntos, sosegando así el ansia que se apoderaba de todo el monasterio.
Conforme pasaban los días Đâm Ra Yêu iba retomando la actividad que hubiera postergado por tanto tiempo, sin embargo, no dejaba de ver el cielo esperando ver al ruiseñor cruzar el aire o, por las mañanas, despertar llorando por no escuchar más que el sonido del viento húmedo colándose a través de su ventana.
Đâm Ra Yêu perdió toda esperanza de volver a ver al ruiseñor y su lamento se vio reflejado en sus enseñanzas, una de ellas muy famosa y recopilada por aquel viajero europeo. Así pasaron dos meses hasta que un día Đâm Ra Yêu no salió de su celda. Los discípulos, preocupados por su maestro, entraron con sigilo a su habitación y ahí descubrieron a Đâm Ra Yêu sentado en el suelo en medio de la habitación observando la ventana y ahí, justo en el marco de la ventana se encontraba el ruiseñor. Su canción era una canción de dolor y al mismo tiempo de perdón y de amor. Era una melodía tan hermosa y la escena tan bella que los discípulos se congelaron en la entrada de la celda. El ruiseñor había regresado con el ala recuperada y por todo el amor que le profesaba a Đâm Ra Yêu. Pasado un momento tan largo como breve es el amor, Mối Tình se acercó a gatas a su maestro y le susurró con mucho cuidado al oído:
- Maestro, ¿desea que entre todos atrapemos esta vez al ruiseñor?
Đâm Ra Yêu, se volteó con toda paciencia a Môi Tình mirándolo con ojos entrecerrados y acuosos:
- No, Môi Tình, no lo hagan, es una orden.
- Pero, maestro, lo podemos hacer esta vez –replicó Môi Tình con un poco de impaciencia.
- ¡No! –elevó la voz Đâm Ra Yêu tomando del antebrazo a Môi Tình– Sé bien ahora que prefiero tenerlo así, cantándome por amor y con libertad a aprisionarlo en una jaula y perderlo o no escucharlo nunca más.
En la ciudad del ombligo de la luna,
20 octubre 2006
VARGAS GÓMEZ
3 comentarios:
Tremendo gurú
Te mando muchos saludos.
Kike
Lindo, lindo cuento en verdad...ojalá se lo hubieras hecho llegar a Karla para que lo hubiera leído antes de...ya olvidemos eso!!!! A disfrutar la vida se ha dicho, a sonreír :) jajaja Saludos!!!!
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