12.11.06

Raymond Weil

Después de tantos años, por fin. Ayer me pude comprar mi reloj. Quizá para muchos este sea un evento totalmente insignificante –lo comprendo–, sin embargo, para aquellos que me conocen y han compartido mis avatares los últimos 2 años de mi vida, por lo menos, sabrán lo importante y significativo que resulta para mí. El origen…

La primera vez que deseé comprarme el reloj tendría yo aproximadamente 18 o 19 años, no más. Era yo otro hombre con diferentes personas a mi lado. En aquel entonces moría por el clásico de Longiness, el extra-delgado. Los ocho mil pesos de aquel entonces me sonaban a una fortuna y definitivamente se encontraban más allá de mi posibilidad; sin embargo recuerdo que hubo un momento en el cual pude hacerme de él pero resultó que se cruzó en mi camino Europa y que yo me tuve que pagar la Universidad a cambio de la manutención completa de mi papá. Era un trato justo, por lo cual Longiness tuvo que esperar.

Así pasó el tiempo. Todo el tiempo contenido en el reloj y medido por él, sin que yo lo tuviera. Hay personas que saben lo mucho que lo deseé. Inclusive las últimas 8760 horas no tuve reloj con qué medirlas debido a que el reloj que utilizaba en aquel entonces pasó a mejor vida en un accidente de motocicleta. Pasó el tiempo.

Es importante hacer la distinción en este momento acerca de mi acceso a otros relojes. Mi padre me ha regalado dos relojes pero los dos son muy buenos, demasiado; uno de ellos, inclusive, resulta demasiado ostentoso y mi mano corre el riesgo de ser separada de mí en un intento de atraco. El otro no resulta ser un reloj para toda ocasión, en realidad ninguno de los dos; más bien son relojes de fiestas familiares o de bodas. El Longiness tenía buenos elementos para hacerse desear.

Ayer me desperté decidido a poner fin a esa larga espera. Una espera que yo mismo me había impuesto dado que no era mi realidad comprarme el reloj, ya que podría haberme endeudado pero sufriría para pagarlo o me hubiera quedado muy justo. Ayer ya era otro tiempo y otra realidad. Ayer me fui decidido, con el paso del segundero en cada pierna y entré a la sección de relojería de Palacio de Hierro. Vi el Longiness. Ahí estaba, como siempre, tan delgado y a la vez tan bonito. Sin embargo esta vez ya no me mataba por dentro como antes.

- Déjame ver otros, antes… -respondí a mis padres que me acompañaban en mi misión.

Me paseé por entre los estantes y de pronto lo vi. Era el reloj adecuado para estos tiempos y su segundero es más parecido a mis medidas que el del Longiness. De hecho este tenía otro nombre, es un Raymond Weil y su precio era un poco más elevado que el extra-delgado venido a menos. Tanto tiempo deseándolo y ahora ya no lo quería…Había sido un capricho.

Al final decidí empeñar mi tarjeta de crédito y llevarme este trágicamente bello verdugo de minutos que cuelga de mi muñeca. El Longiness ahí quedó, a la espera de crear otros deseos en otras personas; se quedó en su estante junto con algunos recuerdos míos que le endosé sin que se dieran cuenta las dependientes del lugar. Aquel que se compre ese reloj sin duda se llevará, además de un limitante en su tiempo, unos recuerdos que nunca le pertenecieron y que seguramente le arrullarán por las noches así como a mí me provocaron insomnio.


Vasos de Roma y Ginebra
12 noviembre 2006
VARGAS GÓMEZ

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